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Herminia Soledad de Berdini, "Chiqui"

Chiqui le sonríe a la vida. Lleva a cuestas una humildad que ejemplifica y una lucha que no merma. Pero también carga con un dolor que aún está latente: 30 años después de la desaparición de su hijo Guillermo, su ausencia la entristece, le borra por unos instantes esa sonrisa que cobija.

Ella pisó por primera vez Plaza de Mayo en 1977 junto a otras tres madres marplatenses. “Fue una emoción inmensa: era llorar, consolarse una con otra. No se puede explicar con palabras lo que se vivía en esa Plaza”, indicó Soledad Pereda de Berdini. Esa tarde en Buenos Aires, la acción fue conjunta y se desató con fuerza. Dispersas en los bancos, sentadas donde podían, aguardaban las mujeres. “En un momento dado nos levantamos y empezamos a marchar”, relató Chiqui. Con la misma unión y con el mismo impulso inquebrantable continuaron su lucha. “Algo de miedo teníamos. Y eso que yo junto a dos Madres más éramos las más corajudas”, confesó.

El temor era moneda corriente en una época donde el horror y los secuestros eran cotidianos. En Mar del Plata, la familia Berdini era dueña del hotel lindero a Infantería, ubicada en Tucumán entre Garay y Castelli. Sólo una pared los separaba. “Yo tenía miedo porque como vivíamos al lado de los milicos, sabían mis idas y venidas. Los Falcon estaban todo el día en frente”.

El día del secuestro de su hijo, que aún continúa desaparecido, ella se supo Madre de Plaza de Mayo. El año 1976 llegaba a su fin y Chiqui se unió a otras tres mujeres que atravesaban la misma situación y se reunían en la Catedral. Éramos cuatro. Yo llegué al Cedier, y le pregunté a una señora toda vestida de negro, Tomaza, ‘¿a usted señora también le falta un hijo?’ Y me contestó que sí, hacía ocho meses”, rememoró Chiqui. “El dolor más grande que puede tener un ser humano es la desaparición de un hijo. No saber qué fue de él es lo más terrible en la vida, lo mismo que los 30 mil desaparecidos”, añadió enseguida.

Cuando los carros de asalto comenzaron a instalarse en las salidas de las reuniones, se fueron a Santa Ana. Después de cuatro reuniones también debieron irse porque amenazaron al Padre y ellas eran esperadas por Falcon verdes. “Teníamos que correr”, aseguró. De allí pasaron por San Antonio, Don Bosco y la Iglesia Metodista para luego volver a Santa Ana. “Todo duraba poco porque enseguida llegaban las amenazas”.

La necesidad las impulsaba a reunirse cada sábado. Allí relataban lo vivido cada semana. “Con mucha ilusión creíamos que los íbamos a encontrar. Pensábamos que los tenían detenidos. Así pasó el tiempo. Recurrimos a todas las instituciones, militares, policías, ministerios, consulados. En la Iglesia donde hacíamos misas y rezábamos nos preguntaban, pero también se burlaban, sobre todo el Padre Pérez”.

¿Son concientes de que son un ejemplo de vida?, fue consultada Chiqui, quien espontáneamente respondió cargada de humildad: “¿Por la lucha? –pregunta ella-. Sí, puede ser, sí”. Enseguida recordó la dimensión que la Asociación cobro fuera de Argentina. “He estado en España y nunca imaginé que eran tan queridas las Madres. Estando allá se inauguró una Plaza, les ponen nombres a las calles, mucha juventud nos acompañaba. Eso te hace ver un gran reconocimiento”.

¿Qué proyectos tenés en los próximos 10 años?, volvió a ser interrogada. “¡Qué voy a tener proyectos para dentro de 20 años si voy a tener como 200 años... ¿Proyectos? El proyecto es seguir la lucha”, reveló.

La nota llega a su fin y Chiqui sigue cebando mate en su casa del puerto, ofrece budín, pan con queso y más tarde saca las anchoas. Está en todos los detalles. El recuerdo de una generación silenciada y muerta en la tortura es inevitable. “Los 30 mil desaparecidos dieron su vida por sus ideales y un mundo mejor. Agruparnos nos ayudó durante esos años trágicos. Hoy somos Madres de Plaza de Mayo y seguimos luchando todas juntas”.

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